Nunca he creído en el Carisma, en ese “don divino” otorgado a algunos y no a otros, que les hace especiales. Lo del Carisma pertenece a la mitología del Talento, de lo innato, de las barreras previamente establecidas, del determinismo y la predestinación. No existen los líderes carismáticos y avanzar por esa línea conduce al abismo.

Por el contrario (y la diferencia puede parecer sutil), me parece muy importante la Presencia. La entiendo como el magnetismo inspirado por la autoridad moral (por el auténtico poder, no por la fuerza de los cargos), por la credibilidad, por una enorme reputación que precede al líder y, simultáneamente, por la constatación del encanto personal, de la cercanía, de la humildad y de la humanidad, de la fina utilización del sentido del humor.

Es la Presencia de Nelson Mandela o Desmond Tutu; es la que tenían, a buen seguro, Teresa de Calcuta, Gandhi o Martin Luther King. Es la que tienen numerosos líderes empresariales (como Pedro Luis Uriarte, Koldo Sarratxaga , por citar ejemplos cercanos).

La Presencia se aprende, por supuesto. Se desarrolla a partir de firmes convicciones, de valores sólidos, del profundo conocimiento de uno mismo, de una sana disciplina, del trabajo para potenciar las propias oportunidades de mejora. Se potencia hasta lograr una capacidad de comunicar fuera de lo común (y siempre es mejorable).

Todo es saber, querer y poder.

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