Un hombre humilde, sin ninguna formación, trabajaba en la iglesia de una pequeña ciudad del interior de Brasil. Su trabajo consistía en dar las campanadas a las horas que determinara el párroco. Pero un día cambiaron las leyes: el obispo de la región decidió que todos los funcionarios de las parroquias de su Obispado tenían que tener, como mínimo, estudios primarios.

De esta manera pensaba estimular la educación pública; pero para el viejo campanero, analfabeto y demasiado mayor para empezar de nuevo, aquello significó el fin de su trabajo.

Recibió una pequeña indemnización, los agradecimientos de turno y una carta que daba por terminada su actividad en la iglesia.

A la mañana siguiente, no teniendo nada que hacer, se sentó en un banco de la plaza para liar su cigarro de paja. Les pidió prestado un poco a dos amigos que se encontraban allí, pero todos estaban con el mismo problema: había que ir a la ciudad vecina para comprar tabaco.

– «Tienes tiempo de sobra» – dijo uno de los amigos -. «Tú vas a comprar tabaco y nosotros te pagamos una comisión».

El ex campanero empezó a realizar esa tarea regularmente. Con el tiempo vio que faltaban muchas otras cosas en la ciudad y comenzó a traer encendedores, periódicos, y demás, hasta que se vio obligado a abrir una tienda, ya que cada vez le encargaban más cosas.

Como era un hombre de bien que buscaba la satisfacción de sus clientes, la tienda prosperó, el hombre amplió su negocio y se convirtió en uno de los empresarios más respetados de la región.

Pero trabajaba con mucho dinero y un buen día se hizo necesario abrir una cuenta bancaria. El gerente lo recibió con los brazos abiertos, el anciano sacó una bolsa llena de dinero en billetes de mucho valor. El banquero rellenó su ficha y finalmente le pidió que firmara.

«Lo siento» – dijo -. «No sé escribir».

El gerente se quedó asombrado:

– «Entonces, ¿Vd. consiguió todo esto siendo analfabeto?»

– «Lo conseguí con esfuerzo y dedicación».

– «¡Mi enhorabuena! ¡Y sin haber ido jamás a la escuela! ¡Imagine hasta dónde hubiera llegado si hubiera podido estudiar!»

El anciano sonrió:

– «Puedo imaginármelo muy bien. Si hubiera estudiado, todavía estaría dando las campanadas en aquella iglesia que el señor gerente puede ver desde su ventana».

Lo que se vive como derrota puede convertirse en verdadera fortuna

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